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Cómo hacer dormir a un niño o por qué el insomnio produce monstruos



De las peores cosas que recuerdo de criar a un niño pequeño es el no poder dormir. Querer dormir, sin más, tener la necesidad de cerrar los ojos y desaparecer por una noche… unas horas al menos… un rato si acaso. Mi hijo, en cambio, me miraba con los ojos como platos, masticando furiosamente su chupete. Él no quería dormir. Él que podía, que tenía todo el día para hacerlo, que no tenía que trabajar al día siguiente… él no quería dormir.

Aquellas noches en vela, a medida que se repetían, me hacían creer que, por algún extraño proceso de abducción, había abandonado el mundo de la cordura. Entre brumas, se me dibujaban alrededor las paredes de la habitación 101, esa en la que G. Orwell hacía pasar tan malos ratos a Winston en “1984, y le sometía a experimentos de deprivación del sueño, y de ratas enjauladas y no sé cuántas pesadillas más. Al final, el pobre Winston acababa por aceptar que dos y dos eran cinco, y se negaba a creer que alguna vez hubiera pensado que eran cuatro.

Cuatro, cinco… seis de la mañana y seguía sin poder pegar ojo. El niño parloteaba, jugaba con sus muñecos y me daba un manotazo cada vez que notaba que yo me había dormido, aunque solo fuera un segundo. Empecé a dar vueltas por la habitación, mirando distraídamente en las estanterías, no sabía si buscando un cuento para mi hijo o una pastilla de cianuro para mí. Oculto entre otros volúmenes de mi biblioteca (que cada vez se iba pareciendo más a los anaqueles de las escuelas de primaria), apareció un curioso título: “Cambio”. Stop. “Formación y solución de los problemas humanos”, decía el subtítulo. Autor: Paul Watzlawick.

Un cambio. Eso necesitaba yo. Y comencé a releer las páginas subrayadas. Algunas incluso en voz audible. El niño me escuchaba muy atento, como si estuviese oyendo a un marciano.


Dificultades no son problemas


Enseguida tomé consciencia de lo inútil de mi empresa. Es imposible obligar a nadie a dormirse, como tampoco puedes obligarte a ti mismo cuando no tienes sueño. Hay una serie de hechos que no dependen de nuestra voluntad, ni podemos controlar de manera consciente. Así que, según Paul, mi primera premisa: la de querer dormir al niño, era incorrecta.

Efectivamente, entre el niño y yo se había creado un sistema donde todas mis posibles soluciones (cantarle, acunarle, hablarle, darle infusiones de valeriana, dejarle llorar hasta desgañitarse) eran ineficaces. En todo caso, el niño reclamaba mi atención, y de esta manera la estaba consiguiendo, por lo tanto: ¿qué sentido tenía en su infantil lógica el dormirse? La solución debía buscarse fuera del sistema. A estas soluciones fuera del sistema Watzlawick las llama cambio2 y son, según él, las únicas posibles cuando las soluciones anteriores (cambio1) demuestran no funcionar.

Descubrí también que aquello que yo llamaba mi problema, quizás no era solo mío. En realidad, lo del insomnio infantil es una dificultad que viven todos los padres (por favor, si hay alguno que de verdad nunca haya sufrido por esto alguna noche, que me escriba: le dedicaré un post al Orgullo MaPaterno). Dificultades no son problemas. Una dificultad es una situación corriente de la vida, quizás no es agradable, pero forma parte de nuestra cotidianidad. Una dificultad es, por ejemplo, arreglárselas en la conciliación familiar, o entrenarse para batir una marca, o sacar tiempo para estudiar una oposición. Las dificultades son como barreras de obstáculos que hemos de aprender a sortear, y que, a medida que vamos teniendo cierta pericia, se nos hacen hasta divertidas. Los problemas aparecen cuando, una tras otra, somos incapaces de enfocar esas dificultades, cuando al intentar saltar, arrastramos todo lo que se nos pone por delante y ya no hay carrera que valga.

En mi caso, estaba a punto de cruzar ese límite a partir del cual, lo que era una dificultad sufrida en silencio por todos los progenitores (los míos también), empezaba a convertirse en un auténtico problema. La dinámica familiar estaba pidiendo un cambio2 urgente.  

El niño dio un brinco en su cuna. Me miraba con estupor. Intuía que las cosas iban a cambiar.

Seguí leyendo y me enteré de que hay tres formas de enfocar mal las dificultades y convertirlas en problemas. Es decir, que tenemos tres formas de complicarnos la vida.

Primera forma de complicarte la vida: negar que existe una dificultad


Los que vivimos preocupados por mantener una imagen socialmente aceptable (o lo que se llama ahora “una reputación on-line impecable”) nos adelantamos a los problemas. Investigamos, preguntamos, consultamos, nos llenamos de recetas y recursos para cuando llegue el caso. Cuando llega el caso, creemos estar preparados. Actuamos poniendo en práctica lo que hemos aprendido. Creemos que tenemos la situación controlada. Nos sentimos unos papás modernos, bien preparados. Somos proactivos. Asesorados por expertos de todo tipo, nos hemos convertido nosotros mismos en una especie de Papa Doraemon, con soluciones para todo. Ja ja ja. Ja.

Las situaciones de la vida, 
con los niños o en otros contextos, 
nunca son de manual. 

Puedes tatuarte la frase. Nunca tendrás que borrártela, como sí te sucederá con un amor pasajero.

Atrincherados en nuestros barriles de conocimiento, como aquel filósofo griego, nos embriagamos con nuestra propia sabiduría, y pensamos que “Esto lo resuelvo yo”. Claro. Como cuando hay un atasco y no llamamos al fontanero. Como cuando decidimos montar nosotros mismos el filtro del aceite del coche. O cuando nos lanzamos a formatear el disco duro del ordenador para tener más espacio. Lo que al principio era una dificultad termina enquistándose. Ahora sí tienes un problema.

Lo que funcionó una vez no es necesariamente eficaz la segunda, ni tal vez nunca más. Los ojos de mi hijo decían: “Mamá, esto ya lo sabía yo, y ni siquiera sé leer”.

Segunda forma de complicarte la vida: hacer algo cuando no se puede hacer nada 


Después de casi dos décadas de libros de autoeficacia y desarrollo personal, en que los gurús de más éxito no han cejado en su empeño de recordarnos que “siempre hay algo que podemos hacer” y que “lo importante es la actitud”, me resultaba increíble lo que acababa de leer. Miré el copyright del libro: databa de 1974. Por aquella época, yo debía de andar haciéndole a mi madre lo que mi hijo me hacía ahora a mí. Aquello me hizo pensar en el karma y hasta en el cuarto mandamiento: “Honrarás a tu padre y a tu madre”. OMG. Así que no había solución: masoquismo puro o resignación cristiana.

Precisamente esta reacción es la que comenta Watzlawick como primer error en el abordamiento de las dificultades cotidianas. Nuestra mente, no sé si por programación genética, influencia cultural o por sobredosis de neurotransmisores, está acostumbrada a encontrar soluciones para todos los problemas. De hecho, ese amasijo de neuronas debajo del cráneo es un enorme resolvedor de problemas y enigmas. Tanto que, cuando no tiene problemas que resolver, se los inventa.

Desde este paradigma, no ser capaces de solucionar un determinado problema nos hace sentir ineptos, fracasados, culpables de nuestra ignorancia. Así era como me sentía yo. Hasta antes de que naciera mi hijo, me consideraba una persona bastante competente, mi vida y mi profesión no me habían ido nada mal, así que no tenía razones para creerme una inútil. Pasar horas al lado de un bebé que no para de exigir y demandar, aun cuando no sabe hablar, puede hacer que veas la vida de otra manera. 

Así que me quedé mirando muy detenidamente al niño. Esta vez era yo quien le interrogaba con los ojos. Quería preguntarle si eso de no dormirse era un capricho pasajero, y si en algún momento de su vida decidiría dejarme dormir tranquila. Comprendí que el niño iría creciendo, que aprendería a dormirse, que algunas veces volvería a tener miedo, fiebre o se sentiría solo. Me di cuenta de que seguiría oyendo su voz en la noche, hasta el mismo día en que empezara a oír sus pasos de madrugada cuando volviera de una farra nocturna, y entendí que ya nunca volvería a dormir tranquila.

Efectivamente, la vida es un proceso largo, y más vale no hacerse demasiadas preguntas sobre cuánto tiempo durará tal o cual dificultad. Lo cierto es que mientras transitemos por la vida, esta no dejará de darnos quebraderos de cabeza. Dejé el libro a un lado y me acurruqué junto al niño. Cada instante es precioso, cada dificultad encierra la solución en sí misma. A veces basta con dejarse mecer, no demasiado, y afrontar mañana el nuevo día.

Tercera forma de complicarse la vida: dar soluciones equivocadas


Así, por fin, nos quedamos los dos dormidos, o más bien, desmayados y agotados. Tres cuartos de hora después empezaba a amanecer. Ahora era mi reloj biológico el que no quería dormir más y me pedía un café caliente. Recuperé el libro, que había quedado abierto por la página 101 (¿de qué me sonaba a mí ese número?), justo donde explica el concepto de paradoja. Una cita de Wittgenstein me sacó del amodorramiento: “¿Cuál es vuestra meta en filosofía? Enseñar a la mosca el camino que conduce fuera de la botella.”

Mientras el olor a café recién hecho me despertaba (el niño dormía), recordé que el famoso lingüista había representado el siguiente problema para sus alumnos: una mosca quedaba atrapada en una botella de cristal, daba vueltas sin parar dentro de ella y no lograba encontrar la salida. Wittgenstein en realidad creía que el vidrio transparente estaba hecho de los convencionalismos del lenguaje; es decir, que la forma en que nos comunicamos, a veces, en vez de unirnos, nos aísla de los demás.

Me quedé un rato pensando en mí como mosca. A esas horas se me ocurrían imágenes horribles, como la de “El increíble hombre menguante”, esa película en blanco y negro, donde un humano corriente se ve reducido a la nada, incapaz de afrontar ni la más mínima complicación. También pasaron por mi zoológico mental los fotogramas de “La mosca”, con Jeff Goldblum convertido en científico loco a base de probar en sí mismo los experimentos que ideaba para los demás, y los aterradores párrafos de “La metamorfosis” de Kafka, con el pobre Gregorio transformado en escarabajo.
Inquietante transformación


Podía ya oír los zumbidos de mis pensamientos. Por suerte, el café caliente volvió a colocarme las neuronas en su sitio. Una cosa quedaba clara. Las soluciones que había probado para acabar con el insomnio de mi hijo no habían dado resultado. Tal vez el niño, que aún no dominaba la herramienta del lenguaje, quería decirme algo que yo no lograba entender. Quizás la forma en que me comunicaba con él, la manera en que le pedía que se durmiera, no entraba dentro de su campo de comprensión.

Como mosca, no me había ido demasiado bien. Llevaba ya demasiados coscorrones contra el cristal. Algo había que hacer. Mis débiles fuerzas me impedían romperlo desde dentro.

Me vestí y fui a buscar al niño. Ahora que dormía tan plácidamente, me daba pena despertarlo. Pero tenía que llevarlo a la Escoleta, yo tenía que ir a trabajar. Con la noche que me había hecho pasar y me daba pena sacarlo de su dulce sueño… Así no iba a salir nunca de la botella.

La paradoja


Lo desperté. Se frotó los ojos. Como pudo, me dijo que tenía sueño. Hacía pucheritos y ponía las caras más descorazonadoras que se puedan imaginar. De pronto, se apagó la luz del cuarto, programada electrónicamente, y a mí se me encendió la bombilla interior. Con la habitación a oscuras, la mosca logró encontrar la abertura de la botella, guiándose por el destello luminoso al final del cuello. La oí revolotear a mi alrededor. Bendita mosca que me dio la solución.

Me dirigí al cuarto de baño, donde guardaba una caja redonda de crema vacía. Al abrirla, despedía un agradable aroma a manteca de moringa. “Así es como deben oler los sueños de los niños”, pensé. Volví a la habitación de mi hijo y le dije muy seria: “Tu sueño está siendo un poco travieso. Por la mañana viene a molestar tu cabecita, y por la noche no quiere entrar. Voy a atraparlo en esta cajita y por la noche lo sacamos y te lo doy, para que puedas dormir”.
La caja del sueño

Abrió la boca sorprendido, y tomó la caja entre sus manitas. Mientras tanto, sujeté su cabeza entre las mías y sacudí el sueño que le quedaba. Lo atrapé entre mis palmas en cuenco y lo deposité en la caja. Rápidamente cerramos la tapa y la dejamos al lado de su cama, en la mesita.

Hay que reconocer que en este procedimiento ayudó el que no le permití hacer siesta ese día, pero os aseguro que por la noche, el niño me pidió su caja del sueño. Abrí la tapa, se la acerqué para que pudiera olerla, y el sueño le entró de golpe. Durmió de un tirón. Yo también.   

Lo que tiene leer a Watzlawick


Aprendí dos cosas aquella noche.

Primera. Quizás la realidad no siempre es lo que parece. A menudo la realidad, o los problemas, nos los fabricamos nosotros. El insomnio infantil era un problema para mí, no para mi hijo. Cambié las reglas y cambió la realidad. Tomé el poder sobre el sueño, en lugar de que el sueño me dominara a mí.

Segunda. Hay que ser muy cuidadoso con lo que se dice a los niños. El año pasado, cuando tuve que trabajar todo el verano en turnos de noche, al llegar a casa a las 7 de la mañana, desfallecida y somnolienta, más de una vez me sacó la dichosa cajita para que no me durmiera y pudiera jugar con él.

Así es el mundo de los niños.


P.D.: La foto Inquietante la tomé en un escaparate. Ignoro el nombre del artista. Si alguien se siente aludido/a, por favor que se comunique conmigo. Gracias.
     

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