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A menudo leo muertos o cosas que no sabías de vivir en una isla

A menudo leo muertos. Me llaman en susurros desde los estantes de librerías y bibliotecas, y aunque trato de ignorarlos, no me dejan en paz. Insisten una y otra vez con sus títulos anticuados, suplican lastimeramente a través de sus páginas manoseadas y suaves. Miro a un lado y a otro, para ver si alguien más escucha su lamento, pero nadie parece oírlos, salvo yo. Me aseguro entonces de que ninguna criatura humana me rodea y decido abrir su portada. Un peculiar aroma a tinta hace décadas impresa, sobre un delicado buqué de moho y polvo, se me cuela por la nariz.

A partir de aquí, ya no hay vuelta atrás. El chute me dura todo el día, y me transporta a velocidad warp a lugares donde nadie ha llegado jamás, ni siquiera los audaces tripulantes de la Enterprise. Como Picard, aka Patrick Steward, adoro los libros antiguos, los que van cambiando de peso de una mano a otra mientras los lees. Sus descendientes semivirtuales, casi incorpóreos, evolucionados en ciberlibros, me fascinan, pero aún no me seducen de la misma forma que sus ancestros. 

 
Mi Robinson salvado de las olas

 Nací en el año 1632


Yo no. Robinson. Con ese nombre no necesita apellido. Ni abuela, porque él solito se presenta. A mí me llegó de rebote, abandonado sobre la vitrina de libros expurgados de la biblioteca municipal. Olvidado a la deriva, entre muchos otros muertos, y restos del naufragio de los planes de cultura, comenzó a llamarme como una sirena hambrienta. Allí mismo me puse a alimentarlo, pues los libros reviven cuando alguien los lee, y quien lee, asimismo, renace cuando se conecta a ellos, sin necesidad de wifi ni puertos USB. ¡Toma tecnología Matrix!

Lógicamente, tuve que sentarme. Una cosa es reverenciar la letra impresa, y otra muy distinta tener que aguantar de pie toda la historia. El relato, a pesar de la traducción, conserva ese tono casi inocente de los siglos pasados, cuando aún no había fórmulas para escribir un bestseller; y sin embargo, este libro lo fue. Algo hay de mágico y perdurable en la travesía de este navegante, en su desesperación inicial, sus años de soledad y finalmente, su regreso a la civilización. A priori, tres siglos después, no hay muchas cosas que sigan igual...¿O sí?  

 

Naufragios y doblones de oro


Entre páginas de marineros y caníbales, fui comprendiendo qué tenía que ver esa peripecia conmigo.

Para empezar, yo también vivo en una isla. No llegué aquí tras un naufragio, sino que vine en cabina de avión, con aire acondicionado, en la época en que las azafatas repartían bolsitas de cacahuetes y zumos de tomate gratis. Cuando mi avión aterrizó, me di cuenta de que esta no era una isla deshabitada, sino muy concurrida. Aquí había casi de todo, desde tiendas de marca tipo Loewe y Scada, hasta centros de dietética y comida orgánica. Sin olvidar clases de yoga y playas nudistas.

En segundo lugar, Robinson logró rescatar una pequeña cantidad de monedas antes de que su barco se hundiera en el mar. No tuvo ocasión de emplearlas en todo el tiempo que estuvo en la isla. En cambio, yo, que me traje algunas pesetas en billetes de mil, no dejé de encontrar motivos para gastarlas, pero, claro, el dinero no da de sí como un jersey, por muy usado que esté. 

Así que pensé que tal vez las semejanzas había que buscarlas en otro sitio. 

 

Manual de supervivencia


Quizás los naufragios ya no son lo que eran, y pocas veces suceden con la frecuencia de antaño, salvo tal vez a Tom Hanks, pero ese es otro tema. Un naufragio puede ser cualquier situación inesperada, en que uno se ve de pronto arrojado de una vida más o menos cómoda a una playa desventurada. Un naufragio ocurre en la vida cada vez que alguien pierde su trabajo, o cuando tu cuenta corriente empieza a ponerse al rojo vivo y te entra el "débola": "debo la luz", "debo la contribución", etc. (Para más detalle, consultad los memes del gato que habla).

También cuenta como naufragio cuando percibes que tu matrimonio se va a pique sin remedio, o cuando se alejan de tu vida las personas que quieres y no vuelves a saber nada de ellas. Ni haciendo salvas con cañones vuelves a recuperarlas. Incluso cuando tu empresa, a la que dedicaste años de esfuerzos, hace agua por todos lados, estás convirtiéndote en un náufrago. Sin vocación, claro, pero náufrago al fin y al cabo. 

En mi caso, el naufragio que me trajo a esta isla fue la pura desesperación de no saber qué hacer con mi vida. Acababa de terminar la carrera y no era capaz de encontrar ningún trabajo. La mayoría de mis amistades habían abandonado el pueblo en que vivía, y otras empezaban a emparejarse. Yo seguía viviendo en casa de mis padres y me daba la sensación de que aquello podría prolongarse mucho tiempo.  

Así pues, como Robinson, me dediqué a elaborar un diario, con la esperanza de que no se me acabara la tinta, como le ocurrió a él. Más o menos, estas son las fases que atravesé, y que, ¡oh sorpresa!, se parecen bastante a las suyas.

Fase 1: ¿Qué he hecho yo para merecer esto?

Apenas me di cuenta de que la nave de mi vida estaba naufragando, el primer pensamiento fue creer que aquello no podía estar pasándome a mí. Revisé mentalmente toda mi existencia, desde que inicié parvulitos (en aquella remota época así se denominaba lo que ahora es "Educación infantil"; nosotros éramos no solo párvulos, es decir, pequeños, sino parvulitos, muy pequeños). No parecía que hubiera hecho nada mal, simplemente había seguido el plan previsto, pero cada día me sentía más desolada. 

En esta fase, tus ideas pueden oscilar entre (1) echarle la culpa a los demás o (2) sentirte culpable por no haber sabido hacerlo mejor. En el primer caso, acumulas toneladas de resentimiento hacia todas las personas que te rodean. Eso si tienes la suerte de que aún te rodee alguna, porque lo normal es que cuando uno naufraga por la vida, se encarga de espantar a todo aquel que se le acerca. En el segundo caso, que es el de Robinson, y también fue el mío, empiezas a convencerte de que todo puede ir a peor, y encuentras ejemplos a tu alrededor que te recuerdan lo malas que se pueden llegar a poner las cosas. Sientes entonces un pequeño consuelo al ver que otros están peor que tú, pero notas cómo cada día se te encoge el corazón, pensando que tú serás el próximo naufrago. 

Perderse en esta fase es el auténtico naufragio definitivo. A menos que sigas leyendo. 


Fase 2. Keep calm (¿Mantener la calma? Mecagüin...)

A fuerza de verte siendo la víctima del desastre, llega un momento en que aprendes a ver el lado cómico de las cosas. O al menos, comprendes que enfadarte o seguir peleándote con todo no va a devolverte a tu anterior situación. De repente piensas: "¡Qué vida más triste, Dios mío, cómo se estropean los cuerpos!", y la simple perspectiva de verte a ti mismo protagonista de una peli de humor te sacude la pereza de un plumazo.

En fin, te pones manos a la obra y salvas lo que puedes. Descubres entonces que dispones de recursos y herramientas, incluso más de los que pensabas. Es el momento en que contactas con antiguas amistades, recuerdas otras situaciones en que también te sentiste náufrago y empiezas a incorporar nuevas rutinas en tu vida. Te das cuenta de que la vida no es tan perra como pensabas, y es posible que recibas alguna ayuda extra que te dé el empujón definitivo.

En esta fase deberás asumir algunos riesgos. Algunas de las estrategias que pongas en práctica funcionarán, y otras no. Robinson, por ejemplo, dedicó semanas antes de poder fabricar una silla en la que sentarse, meses hasta domesticar un pequeño rebaño de cabras, pero cada día se levantaba con ese objetivo en mente. En cambio, jamás logró construir un barril para guardar el grano. En su lugar, aprendió a tejer cestos de mimbre. 

Lo que me pasó a mí fue algo distinto. Una llamada desde este lado del mar me animó a hacer las maletas y salir de mi pueblo natal. Me despedí con más prisa que pausa de cuanto había sido mi universo hasta entonces y crucé el charco. Un charco pequeñito, lo reconozco, pero hay agua: todo es riesgo. No tuve que talar árboles ni sembrar un huerto, aunque sí tuve que trabajar duro para hacerme un hueco.

Fase 3. Celebra tus éxitos

Religiosamente. Por muy pequeños que sean. Recuerdo que mi primer sueldo no llegó ni para pagarme lo que había gastado en autobús. Aun así, me sentía enormemente satisfecha. Lo viví como un gran triunfo. Después me fui poniendo otras metas un poco más difíciles, y las fui cumpliendo. 

La que más me costó fue sacarme el carnet de conducir. Un suplicio enorme, y un dolor de monedero inmenso. Reconozco que tardé mucho en celebrar este éxito, y no por falta de ganas, sino porque no llegaba nunca. Después de mi cuarto intento, empecé a festejar el solo hecho de tener el valor de presentarme al examen. Aprobé dos o tres convocatorias más tarde. 

Una estrategia que funciona muy bien consiste en agradecer cada día el simple hecho de estar vivo. Hacerlo conscientemente. Al levantarte o al acostarte, dedica unos minutos a reflexionar sobre la maravilla de la creación. Mira el cielo siempre que puedas, enciende una varita de incienso, o reza, pero siéntete afortunado por lo que estás viviendo. 

Unas veces es más difícil que otras. A veces no ves ningún motivo para celebrar, no hay un objetivo claro. No importa. Hazlo por hábito, por costumbre. Sin que te des cuenta, llegará el día en que te percatarás del enorme valor de la experiencia vivida. Entenderás que los resultados no son tan importantes como el proceso de aprendizaje seguido. Gran parte del dolor se transformará en apertura de consciencia, y el resto se disipará con el tiempo. 

Fase 4. Supervivencia por abdicación

Acéptalo. Cuanto antes, mejor. Ni masoquismo ni resignación. Solo acepta. No se trata de asumir como un mártir lo duro de tu situación, ni de flagelarte para expiar tus penas. Todo lo contrario. Desconecta tu pena del sufrimiento y concéntrate en encontrar una solución. 

Recién llegada a la isla me encontraba un poco perdida. Pero nunca pensé en volver a casa de mis padres. Me adapté como pude a las circunstancias que me rodeaban. Tenía gente que me estaba ayudando y acepté que lo mejor era asumir que esa decisión no tenía marcha atrás. Solo había una opción: seguir adelante. Cuando aceptas esto, tu visión se amplía. Dejas de preocuparte por nimiedades, y te enfocas en lo verdaderamente importante. 

Hace poco leía sobre el poder de la atención, y cómo puede cambiarte la vida. Hay una ley no escrita que dice que aquello en lo que fijas tu atención, se expande. Es como si, de alguna manera, fabricáramos nuestros propios miedos. ¿Os acordáis de la película Esfera, con Dustin Hoffman y Sharon Stone? (Otro día le dedicaré un post). Da un poco de miedo, pero ilustra muy bien lo que podemos hacernos a nosotros mismos si nos enfocamos en los pensamientos destructivos.  

Fase 5. No te rindas

A partir de ahora, vas a tener que poner todo tu empeño en valerte por ti mismo. Por muy bien que logres adaptarte a las nuevas situaciones, cada vez aparecerán nuevos peligros, reales o imaginarios, y tendrás que volver a poner en marcha todos tus recursos. 

Robinson, superadas las fases anteriores y perfectamente instalado en su isla, se encontraba cada primavera con nuevos desafíos. Se le iban acabando provisiones básicas que no podía suplir: la pólvora, la tinta, el ron. Los pájaros y animales salvajes atacaban sus cosechas, se rompían las ropas y herramientas que había logrado rescatar, y aún así seguía adelante. Incluso se aventuró a construir una piragua para escapar de la isla. 

Por mi parte, en estos años también me han sacudido vientos de todo tipo. He perdido trabajos y he encontrado otros. Algunos amigos se quedaron por el camino, a muchos los he vuelto a recuperar. He cambiado de casa, de coche, me han robado varias bicicletas... La vida sigue. 

Posdata

Hasta aquí, menos en lo de construir una canoa, mi diario coincide más o menos con el de Robinson Crusoe. Después él conoció a Viernes, y nuestras vivencias se separaron. Años más tarde yo también encontré un compañero, pero eso es otra historia y debe contarse en otro lugar

 

¿Alguna vez habéis vivido una situación de "náufrago"? ¿Cómo os enfrentásteis a ella? ¿Qué estrategias os funcionan? Si me escribís, prometo contestar. Mil gracias.

¡Hasta la semana que viene!





   

El emprendimiento explicado por un niño de siete años o cómo la flexión supera la re-flexión

 

Una tarde productiva

El fin de semana pasado fue nuestro último domingo de playa. Nos habíamos sentado toda la familia en una media tapia para contemplar el azul intenso del cielo, en contraste con la línea clara del mar. Si no fuera porque lo teníamos delante, habría dicho que se trataba de un paisaje de Photoshop, perfecto, nítido y brillante, sin un efecto de más ni un tono de menos. 

Tomábamos un helado, cuando el niño, un diablillo rubio que hace ya siete años se instaló en nuestras vidas, se acercó corriendo, sosteniendo un papel mojado en la mano. Al principio pensé que se trataba de una de las muchas bagatelas que los niños son capaces de encontrar en los sitios más insospechados. Es sorprendente la de cosas que guardan en sus bolsillos, desde plumas de gaviota, hasta pedazos de cintas de colores, o semillas rarísimas. Hasta chicles usados le he descubierto yo. Sin envolver.
Mi Mallorca querida

El niño sujetaba entre sus dedos lo que parecía un trozo de lienzo de color verdoso. Un banderín de publicidad mohoso, pensé. Su sonrisa indicaba que había encontrado un pequeño tesoro, y ya me imaginaba el proceso de secado, alisado y posterior custodia en su cofre de tesoros. 

Pero, para nuestro asombro, visto de cerca, aquello no solo parecía, sino que era... ¡un billete de 100 euros! ...cuidadosamente enrollado y ligeramente mojado.

El niño empezó a gritar loco de contento, y a dar saltos de alegría, mientras su padre y yo intentábamos apaciguarle, indicándole que bajara el tono de voz. No era cosa que cualquiera se despertara de su modorra siestera y reclamara el billete. De todas formas, para estos casos, conozco un truco muy bueno. Consiste en preguntar el número de serie. Si no lo sabe, ¿cómo puede demostrar que el billete es suyo? Je, je.

La flexión supera la re-flexión

Mientras decidía si debíamos buscar al propietario del billete, un flashback me devolvió a  una situación que viví en mi propia infancia, cuando todavía no existían los euros, y los billetes más grandes en España eran morados, de diez mil pesetas. Será casualidad o no, pero un día yo también me encontré uno. Lo recuerdo perfectamente; estaba con mi mejor amiga en la pastelería de mi pueblo. Hasta me acuerdo del olor de los pasteles, y de los zapatos que pisaban el suelo. (Bueno, los zapatos no olían, pero también los recuerdo). Había unos mocasines de caballero, marrón oscuro, estilo castellano; unos merceditas negros de niña (creo que eran los míos); y unos zapatos de salón de señora de ante azul. En medio, como una pequeña isla misteriosa, zozobraba a la deriva el billete en cuestión, doblado en dos. 

Mi primera reacción fue darle un codazo a mi amiga, que llevaba unas botas camperas sin cordones de color crema, y señalar con los ojos el hallazgo. Mi amiga no dijo nada, solo se agachó, recogió el billete y se lo guardó. Salimos juntas de la tienda y aceleramos el paso. 

Corrió hacia su madre, que estaba en la otra punta de la plaza, y le enseñó el billete. "Mira lo que me he encontrado", dijo. Y sin que yo hubiera sido capaz de reaccionar, aquel billete voló para siempre de mi vida. No volví a saber nada más de él. Ni lo vi ni lo toqué. Ni siquiera me entregaron alguna sobra en calderilla. Nada. Cero. 

Mi amiga, en cambio, al cabo de unos días, estrenó un par de zapatos, esta vez unas manoletinas, y un vestido nuevo. Aprendí que memorizar el número de serie de un billete no es tan importante como flexionar las rodillas y agarrarlo. La flexión supera la re-flexión.

Actualización instalada correctamente

De vuelta al presente, y ya en casa, no he parado de darle vueltas al asunto. Por alguna extraña razón todo eso ha removido algo profundo dentro de mi psique. Este niño va a volverme loca. ¿Pues no quiere enmarcar su billete en un cuadro como el Sr. Cangrejo hizo con su primer dólar? (Véase el capítulo correspondiente de Bob Esponja, uno de los trending topic de mi casa).

Es fantástica la vida, y elástica, mucho mejor que cualquier tutorial de Youtube. Los vídeos de tu vida vienen una y otra vez, se descargan en tu memoria hasta que se instalan correctamente. A veces es necesario que pase mucho tiempo, hasta que tu cerebro se ha configurado y es capaz de aceptar software novedoso. Por precaución, y por si acaso mi materia gris se veía contaminada por algún virus o bacteria, nunca antes había querido ver la realidad de esa anécdota de este modo, y confieso que llegué a pensar que mi amiga era una aprovechada

Pero bien mirado, y ya con mi sistema operativo actualizado, creo que debo llamarla para felicitarla y para darle las gracias: aquel día me transmitió una gran enseñanza que no había llegado a entender del todo hasta el día de hoy. Al final me ha parecido mejor dedicarle esta entrada, y así compartirla con todos vosotros. 

Pero eso no es todo. Pensando, pensando (no puedo evitarlo, pertenezco a la generación a la que inculcaron la visita a las bibliotecas antes que la consulta de la Wikipedia) he llegado a relacionar estos sucesos con uno de mis libros favoritos. Y el de mucha gente. Reconozco que no se trata de ninguna novedad editorial, pero como aún no he entrado en ningún programa de marketing de afiliados, no me importa.

Mi hijo y Covey

Covey customizado

En "Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva", Steve Covey dedica un generoso capítulo a la proactividad. La define como una mezcla de iniciativa, responsabilidad y compromiso. Iniciativa para hacer las cosas sin que nadie te lo pida. Responsabilidad para entender que nadie lo va a hacer por ti, y compromiso para mantener esa actitud constante en el tiempo.
Vamos por partes, porque el asunto tiene tela.

Iniciativa

Aquí se trabaja
Primero la iniciativa. No se trata de pensar en hacer algo, no es proponerse una tarea, ni emprender a lo loco cualquier actividad. Iniciativa viene de iniciar. Es un verbo de acción. Significa simplemente actuar, dar el primer paso para conseguir algo. Incluso rastreando un poco en su etimología, he descubierto que initiare, en latín, tenía un sentido como de cruzar una puerta mágica de acceso a los más grandes misterios de la vida. O algo así. 

Dándole otra vuelta de tuerca a mis locas neuronas, ahora veo que tener iniciativa es atreverse a hacer lo que otros no hacen. Es colocarse al principio del camino y dar el primer paso. No basta con ver la señal, el dintel que marca la ruta (o el billete tirado en el suelo, sniff, qué pena, aún me duele). Hay que pasar a la acción, hay que flexionar y dejar de re-flexionar. Esto lo he aprendido bien. La iniciativa es algo que se toma, no te la dan.

 

Responsabilidad

Y volviendo a mi traumática experiencia, la pregunta que yo misma me he hecho muchas veces, y que seguramente vosotros también, es: "¿Pero por qué no atrapaste tú el billete?". Me alegro de que me lo preguntéis, porque eso me obliga a encontrar una respuesta. No me agaché a recogerlo porque pensé que no era asunto mío. Vi aquel billete, se le había caído a alguien, y me dije: "Pues que se agache él". Pequé quizás de candidez, creyendo que ese billete ni me pertenecía ni tenía derecho sobre él. Sin embargo, ni mi amiga ni mi hijo pensaron lo mismo. 

En realidad se trata de una cuestión de hacerse o no responsable. Un billete de banco, como cualquier idea, negocio, ocurrencia e incluso el conocimiento o la sabiduría, no tienen nombre ni apellido. No pertenecen a nadie. Son de quien toma la responsabilidad de darles un uso. Un billete tirado en el suelo no vale nada. Una idea escrita en un papel no tiene ningún sentido. Un negocio que no se pone en marcha no aporta ningún beneficio. El conocimiento encerrado en libros no aporta valor. En cambio, la persona que cambia un billete por unos zapatos, está aportando valor; el que pone fecha a la realización de una idea está aportando valor; el que asume el riesgo de hacer, ese está dando valor. El que lee el conocimiento y lo transforma en algo útil, da valor. Está asumiendo la responsabilidad: soy yo el que da sentido a los objetos; soy yo el que hace real lo abstracto. Las cosas no valen nada por sí mismas. Son las personas quienes les dan valor. Eso es la responsabilidad: asumir que tú das valor a las cosas que te rodean.

Compromiso

Sin embargo, todavía queda otro tema pendiente, que mi hijo se ocupa de recordarme continuamente: "¿Qué vamos a hacer con el billete?". Yo me niego a tenerlo enmarcado en la pared del salón, cosa que tampoco sería tan mala idea. Peores obras de arte se han vendido por más dinero. Quizás se trata solo de customizarlo a nuestro estilo. En fin, lo añadiré a mi lista de preocupaciones

El cuadro más caro de mi casa

El caso es que mi hijo es muy consciente de que, como legítimo nuevo propietario del billete, desea invertirlo de la forma más provechosa posible. Lo demás no le preocupa. Ha escrito en su diario la fecha del día en que encontró el billete. Ha recontado todas las monedas que guarda en su hucha y les ha sumado el valor del billete. 153 euros y 74 céntimos. Ha buscado en Playstore las actualizaciones de Minecraft que le interesa adquirir y ha dibujado los planos del nuevo mundo que va a construir. Con lo que le sobre, piensa hacer un viaje para ir a ver a sus abuelos, y el resto se lo gastará en golosinas para sus amigos. Ampliando el círculo de influencia. Mayor compromiso con su idea no puede pedírsele.

Retomando el libro de Covey, leo: "Las personas proactivas (...) se dedican a las cosas con respecto a las cuales pueden hacer algo. Su energía es positiva: se amplía y aumenta, lo cual conduce a la ampliación del círculo de influencia" (página 97 de la edición española de Paidós, año 2002). Más adelante (página 107), dice: "Los compromisos con nosotros mismos y con los demás y la integridad con que los mantenemos son la esencia de nuestra proactividad".

O sea, que en eso consiste el compromiso. Nada que ver con anillos matrimoniales ni promesas que da pereza cumplir. El compromiso es ser coherente con uno mismo. Actuar acorde a tus valores y tus creencias. Mantener la constancia de tus decisiones en el tiempo y en el espacio, a pesar de las circunstancias y el entorno. 

 

Epílogo y hasta luego

Así me he quedado yo, con la boca abierta, después de tamaña lección en alguien tan menudo. Sin nada que añadir. 

Aunque ahora le doy vueltas a eso del karma: ¿será que aquel billete de diez mil que no quise tocar ha vuelto a mí en forma de niño? Porque en ese caso, la responsabilidad y el compromiso vuelven a insistir para instalarse en mi obsoleto cerebro. Aunque, claro, a mi hijo no lo encontré en una pastelería, algo de iniciativa sí que tuve...

No lo sé, estoy hecha un lío, ¿qué pensáis vosotros?

¡Hasta la próxima semana!
 
 

Atrapado en el tiempo


Siempre que tengo un día tonto de esos en que parece que nada tiene sentido y el tiempo parece no avanzar, echo un vistazo a mi particular filmoteca memorística. Una de las cintas que no faltan y que, inevitablemente, me despierta una sonrisa es Atrapado en el tiempo

La peli tiene ya sus años, más de veinte (es de 1993), y es encantador recuperar la nostalgia de aquellos años, recién terminados los ochenta, viendo a Andie MacDowell jovencísima y con hombreras, y a Bill Murray apuntando ya maneras con la cara entre qué-hago-yo-aquí y estoy-de-vuelta (inocente y ácido) que acabó de cuajar en Lost in translation (2003). 

La mayoría de nosotros la hemos visto en pantalla pequeña, pues es una película que encaja muy bien en las largas tardes de invierno, cuando uno no tiene ganas de complicarse la vida con intrigantes o enredados argumentos, y lo único que busca es entretenerse y sonreír. Enciendes la tele, y ahí está, puntual a su cita. En cualquier cadena, una tarde u otra, entre el otoño y la primavera, vuelve a aparecer. Su eficacia televisiva hace honor a su nombre, y desde luego, si la reponen una y otra vez no es porque no encuentren otro título con que entretener a la audiencia. Es que el film tiene méritos por sí mismo para atrapar al espectador.

Atrapado en el tiempo no es una película para pasar el rato, sino más bien una aguda y amable reflexión sobre el uso que hacemos del tiempo. Todos nos identificamos con la sucesión de mañanas que parecen iguales, en las que mínimos cambios no marcan la diferencia. Reconocemos la cara de estupor de su protagonista cuando, ante las mismas meteduras de pata, recibe los mismos desastrosos efectos, sin reconocer en esa cadena de acontecimientos la lógica de la ley de acción-reacción. Nos sonreímos con sus predecibles y repetidos diálogos, y en todas sus escenas encontramos un trozo de nuestras propias vidas. Hasta en el estrambótico anuncio del Día de la marmota (Groundhog Day en inglés) nos tropezamos con alguna sensación semejante en nuestra cotidianeidad.

Hay una escena inolvidable que seguro que a más de uno le hace recordar la película entera. Se trata del momento en que Phill entra en un bar, para aliviar sus penas y su aburrimiento, tras una sucesión de insulsos días en un pueblo perdido que podría estar en cualquier parte del mundo, pero que está en Estados Unidos. Inclinados sobre la barra, con cara de absoluta desidia y abandono, dos amigos beben una jarra de cerveza tras otra mientras intentan consolarse de su triste destino. "Todos los días me parecen iguales", dice uno de ellos, y el otro añade: "Sí, cada día igual, trabajar, beber, dormir, y otra vez trabajar". Phill los mira suspirando y añade: "Os comprendo", y se une a ellos para beber. 

Cuando el protagonista empieza a darse cuenta de que su situación no tiene remedio, y que ha entrado en una extraña espiral en que los días se enlazan unos a otros y retornan al mismo inicio, al principio se desespera. Busca todas las formas posibles para escapar de la pesadilla: se tira desde lo alto de un edificio, se arroja a las vías del tren, intenta envenenarse. Pero cada día vuelve a despertar. 

Poco a poco acepta que su condición es inevitable, y comprende que conocer de antemano lo que va a pasar le da un gran poder. Empieza ayudando a la gente de a su alrededor, a la huésped de su hotel que se atraganta con el beicon del desayuno, al mendigo que tose junto a un cubo de basura... Algunas veces puede cambiar el curso del destino. Otras no. Adquiere así una consciencia brutal sobre la realidad y acaba por entender dos cosas: primera, que los errores pueden enmendarse, y segunda, que uno nunca sabe cuándo será su último día. 

Decide aprovechar los pequeños ratos de tiempo que le permite el tránsito entre un día y otro, y aprende a tocar el piano, a bailar, a hablar francés. Cosas a las que antes no veía el sentido y que, ahora, aportan un gran valor a su vida, pues las vive como una forma de entrega a los demás, de alegrar sus días. Piensa también en lograr una jornada perfecta, y se esmera por mejorar todas y cada una de las situaciones que se le plantean a diario, aportando, cada vez, algo nuevo, diferente y de impacto dentro de la comunidad en la que se halla. 

Hasta que, por fin, consigue un día perfecto, que no es otro que el siguiente al Día de la marmota. Nada especial, y sin embargo, tan significativo. Él es ya otra persona y su vida nunca será la misma. 

Así que, si alguno de estos días te sientes más o menos como si los días fueran iguales, como si la rutina te aplastara, recuerda que tú puedes cambiarlo. Haz algo diferente. Toma otra línea de autobús. Saluda a los que te cruces por el camino más de tres días seguidos. Aprovecha los microtiempos para aprender algo diferente cada día. Utiliza una frase distinta para terminar tus emails. Realiza esa llamada que has estado posponiendo. Permítete un capricho. Sal a mirar el amanecer... Hay tantas cosas nuevas cada día... Tu misión consiste en encontrarlas.


El tiempo de nuestra vida

El otro día me puse a jugar una partidita de Diamond Dash. Entre paréntesis, diré que no tengo remedio, la de cosas que llega a hacer una después de tener un hijo, es como si un alien se te pusiera en el cerebro. Pero, ¡lo que son las cosas!, quién me iba a decir a mí que estaba a punto de recibir una gran lección de filosofía.

La partida de Diamond Dash

Simplemente empecé a jugar. De repente, se paró la aplicación, salió una pantalla de colorines, sonidos estridentes y estrellitas luminiscentes por todas partes. Se ilumina con un ¡tachín! una rueda de la fortuna o algo similar: lo de los mensajes subliminales en los vídeojuegos aún no lo tengo dominado. El caso es que ¡me había tocado la lotería!. Jackpot, que se dice en lenguaje app. Cualquier día nos van a hacer aprender Klingon.

El sistema me obsequiaba con treinta minutos de vidas ilimitadas. Hay que reconocer que se trataba de una tentación generosa, teniendo en cuenta que las vidas en esa aplicación duran un minuto, casi como la memoria de los peces. Como no tenía nada mejor que hacer, me puse a jugar, moderadamente ilusionada con el regalo. 

Al rato de vivir una vida tras otra aquello dejó de tener sentido. Cada vida se me hacía repetitiva, monótona. Me sentía en la obligación de tener que "vivirlas" sin remedio, porque me habían tocado y así tenía que ser. Cada minuto se me hacía tedioso, ya no me divertía buscar series de cuadraditos de colores, ya no me resultaba alentador encontrar un diamante, ni hacer un pleno, ni conseguir lingotes y monedas. De hecho, en ninguna de las casi veinticinco vidas que viví logré un record de puntuación, y hasta me costó pasar de nivel. ¡Lo que tardaba en rellenarse el cuentaestrellitas!, Dios mío, si aquello era como un polvo mal echado, que parece que estás a punto de llegar... pero no. 


Momento Día de la marmota

Allí me quedé, como Bill Murray en Atrapado en el tiempo, una vida tras otra, siempre lo mismo, sin un pequeño incidente que me hiciera recuperar el interés. El juego se hacía lento, aburrido, una partida tras otra, me quedaba sin dinero y sin doblones, y no podía comprar ni una simple "bomba mística". Ese es el nombre aparatoso que le dan a una reunión especial de cuadraditos del mismo color. 

En un momento de aquellas cortas, pero intensas, vidas, pensé: "¿pero para qué estoy jugando, si no me estoy divirtiendo?" ¿Para qué tanta vida si no la estoy aprovechando? Y dándole vueltas al tema, recordé los estudios de Berne, con B, no el de Viaje al centro de la Tierra, sino el médico psiquiatra, el mismo que escribió un libro tan revelador como certero: "¿Qué dice usted después de decir Hola?".

E. Berne habla de lo que hace la gente para pasar el tiempo que dura su vida. Explica que lo realmente difícil de vivir no es superar las adversidades, lograr ciertos éxitos o ganarse el sustento. El verdadero y acuciante problema del ser humano es encontrar una actividad en la que ocupar su tiempo. Parece que nuestra mente no tolera el vacío, necesitamos estimulación continua, tareas constantes en las que enfocar nuestros recursos cognitivos. Huir, como sea, de la nada.

Visto así, lo de vivir una vida consciente y plena se traduce en dar con una actividad lo suficientemente placentera y prolongada como para llegar a viejo mientras la realizas. O algo así. La verdad es que Berne advierte que algunas de esas actividades pueden ser entretenidas, pero no todas te permitirán llegar al meollo del asunto. 
 

Pasatiempos, actividades y juegos

Para empezar, están los pasatiempos, las cosas que hacemos cuando no tenemos nada mejor, o cuando nos encontramos en una situación de la que no podemos escapar y necesitamos "rellenar el tiempo" como sea. Es, por ejemplo, lo que hacía yo jugando al Diamond Dash, o lo que nos sucede cuando entramos en un ascensor y hablamos del anticiclón que se acerca por el norte. Pasar demasiado tiempo realizando este tipo de pasatiempos es la forma más fácil de pasar por la vida sin que la vida pase por nosotros. Estas tareas se caracterizan porque no nos comprometen a nada ni con nadie. Tienen un principio y un final, son estereotipadas y previsibles, nos permiten no implicarnos en el acto pleno de vivir.  Llegaremos a viejos sin una cicatriz en el alma, sin una historia divertida que contar, como recién salidos de una sesión de bótox espiritual: con más años, pero igual de mente plana que al nacer. 

También podemos dedicar el tiempo de nuestra vida a realizar innumerables actividades de todo tipo. Emprender una tarea tras otra: tirarse en paracaídas, aficionarse a la entomología, convertirse en un experto gastronómico, apuntarse a un club de patchword o asistir a innumerables conferencias sobre el cosmos. Estas actividades se convierten en una fuente inagotable de estimulación sensorial y emocional, nos permiten conectar con muchas personas, intercambiar ideas... Están bien. El ser humano es social por naturaleza y entablar una amistad o una relación es de las mejores inversiones que podemos hacer en la vida. 

El problema es cuando esa relación se basa exclusivamente en la actividad compartida. Conozco muchos "amigos del alma" que llevan años citándose los miércoles para cenar y compartir su afición favorita: visionar cine clásico. Son expertos en el cine de Orson Wells, pero desconocen casi todo de la vida del otro. De hecho, dejaron de encontrarse cuando las conversaciones sobre Ciudadano Kane derivaron en una crisis existencial de uno de ellos. Las tertulias ya no volvieron a ser lo mismo. Pasa también con los amigos del gimnasio, de los sábados por la noche o del partido del domingo. Son actividades agradables, en las que disfrutamos de la compañía de los demás, pero en las que no deseamos involucrarnos emocionalmente.      

A veces, esas relaciones neutras que establecemos mientras nos dedicamos a alguna actividad común, se nos van de las manos y nos enredamos en lo que Berne llama juegos. Los juegos empiezan siendo divertidos, hay mucha implicación entre sus participantes, son los mejores amigos, pasan el día juntos, se cuentan todo, se convierten en un apoyo mutuo. Hasta que un día uno de ellos se siente traicionado por un comentario del otro, o por la entrada de una tercera persona que desequilibra el sistema. Los juegos son tóxicos, están llenos de doble sentido, y al final la amistad ni era de verdad ni los amigos lo eran tanto.  

Un final feliz

A estas alturas de mis pensamientos, la partida de Diamond Dash estaba ya totalmente echada a perder, y yo me había ido por los cerros de Úbeda en busca de alimento para mis neuronas. Ya empezaba a deprimirme, calibrando cuidadosamente qué debía hacer con el tiempo de mi vida, no de las vidas de la partida, sino de mi vida. ¡Menudo rapapolvo que me había soltado yo sola con las psicologías de Berne! Estaba a punto hasta de cancelar mi cuenta en Facebook, por si acaso eso derivaba en algún rollo tóxico tipo Match Point, o cualquier otra alocada película del genial W. Allen.  

Por suerte, recordé que el psiquiatra canadiense, o sea, Berne, admitía también la existencia de otro tipo de comunicación posible entre los seres humanos, otra forma de ocupar nuestro tiempo. 

Se trata de las relaciones de intimidad, que no tienen que ver con el sexo, sino con la autenticidad en la comunicación, con la capacidad de hablar abiertamente, de expresar sin miedo lo que uno es, lo que uno siente, lo que uno piensa. Para entendernos, un poco al modo na'vi : "Te veo". 

Las relaciones de intimidad se generan cuando entre dos o más personas se crea un círculo de confianza y compromiso mutuo, cuando se generan lazos de interés auténtico por ayudar y comprender a los demás. Es entonces cuando se produce un encuentro mágico, una situación fascinante que permite otro nivel de comunicación y de crecimiento mutuo. 


Epílogo

Dejé apartado mi smartphone y me puse a mirar por la ventana. Me preguntaba qué hacía toda esa gente con su vida. Me pregunté: "¿qué estoy haciendo yo con la mía?"

En realidad, la vida no se trata de lo que hagamos ni con quién, sino de nuestro estado de consciencia, de la intención que pongamos en todos nuestros actos. 

Por eso, con intención, te pregunto: "¿Y tú, qué quieres hacer con tu vida?"





      


Vivir por aburrimiento

Que la vida es algo fantástico que merece ser vivido ya nos lo han dicho muchas veces. Que puede ser una gran aventura, lo decía hasta Peter Pan. Que de vez en cuando se convierte en una travesía en el desierto, también lo sabemos. Pero lo de que hay que vivir, se quiera o no, es algo mucho más controvertido. 

Porque, vamos a ver. Uno nace. Te traen, incluso sin permiso. Y te encuentras lo que hay. No siempre te gusta, pero ya que estás, te pones a crecer. Suponiendo que naces en un país más o menos decente, te encuentras un entorno aceptable, vas a la escuela, aprendes algunas cosas, llegas a la adolescencia. Poco a poco, sin grandes problemas existenciales, vas entrando en la edad adulta. En algún momento del proceso te preguntas qué es lo que haces aquí, para qué has venido y cuál es tu misión. 

Ups. Palabra gigante. Tienes una misión. Lo peor es que tienes que descubrirla, no te la dan envuelta en un papelito, no viene empaquetada de manera personalizada para ti. No se paga con paypal. Incluso es posible que ni siquiera hayas pensado nunca en ello y, desde luego, no tienes la intención de salir a buscarla. Pones el piloto automático y vas tirando. Acabas de entrar en el modo D.

En el modo D de distraído puedes tirarte años. No necesariamente son malos años. Todo lo contrario. Afortunadamente, la vida tiene entretenimientos para todos los gustos. En ese modo D, muchos cumplen la vida que se supone que tienen que vivir. Estudian, trabajan, se casan, tienen hijos. Todo puede ser maravilloso. O no. 

Esta forma de vivir no es que nos guste. No la elegimos conscientemente. Pero, ya puestos, y una vez iniciado el proceso, cada vez nos resulta más difícil de cambiar.  Si alguna vez has estado en este punto, seguramente habrás llegado al caso de aceptar que, lo quieras o no, tienes que seguir. A menos que optes por el modo SR, o salida rápida. 

El modo SR tiene múltiples opciones. El problema es que te lleva a un enorme laberinto del que no siempre podrás retirarte, si es que más tarde quieres hacerlo. En el modo SR, uno se pierde entre justificaciones, sabotajes, descalificaciones y hasta formas de suicidio edulcorado. Es como morirse de disgustos, que se nota menos. 

Así que, ante esta situación, a veces por cobardía, otras por precaución, uno se ve obligado a vivir... Vivir por aburrimiento, por hacer algo, por rellenar el tiempo que le han dado, por cumplir los objetivos que le han dicho, por lo que sea, menos por sí mismo.

Por suerte, este juego de la vida ofrece otro modo. Es el modo V de vivir. Sí, da un poquito de miedo. Cuesta un poco avanzar en este nuevo modo, porque significa que tienes que entrar en tu panel de configuración y editar casi todo el contenido de tu vida. Te plantearás si tu trabajo te parece estimulante, si tu pareja todavía "te pone", si te gusta la casa o la ciudad en la que vives. Empezarás a tomar decisiones, y quienes te rodean, tu familia, tu jefe, tus amigos, se sentirán en la obligación de decirte todo lo que piensan. Se permitirán el lujo de aconsejarte. 

Efectivamente, esos primeros pasos en el modo V ponen en pie de guerra a todo tu público, acostumbrado a tu cordialidad, a tenerte fielmente amaestrado a su lado. Todos querrán opinar sobre tus nuevas decisiones, te dirán qué tienes que hacer a partir de ahora, cómo debes reciclarte, cómo re-encauzar tu vida.


Si has tenido la paciencia de llegar hasta aquí, tanto en el texto como en tu vida, tendrás la oportunidad de descubrir que a partir de ahora, en este modo V, es cuando comienza tu verdadera vida. 

Yo estoy aquí. ¿Vamos juntos?